Versión original del texto de Enrique Giner de los Rios para el catálogo de la exposición Fields en Amós Salvador (España)
BLANCO ROTO
El color es la lengua materna del subconsciente Carl Gustav Jung
El mar es oscuro como el vino, al igual que las ovejas y los bueyes, el cielo color bronce, las nubes púrpura, y verde son los ruiseñores y la miel (siempre según La Ilíada y La Odisea). Homero, además de ocurrente, vivió en una Grecia con una limitada paleta de colores, al menos en cuanto a vocabulario se refiere. Empédocles, filósofo presocrático y gran teórico del color, había establecido un orden en que las tonalidades se dividían en cuatro grandes grupos: blanco, negro, rojo y amarillo (y lo que de ahí derivara). No existía el azul en la Antigua Grecia.
William Gladstone, en el siglo XIX, fue el primero en notar la extraña elección de Homero para describir el color de las cosas. Gladstone, además ser primer ministro de Gran Bretaña en cuatro ocasiones, publicó el importante libro Studies on Homer and the Homeric Age, donde hace un cuidadoso estudio acerca del uso del color en las obras del poeta griego. En él, concluye que los griegos veían únicamente en blanco y negro, con pequeños toques de rojo. No habían desarrollado físicamente la capacidad de ver en colores. Esta cruel teoría tuvo cierta resonancia en el periodo victoriano por la importancia del autor y la riqueza en su explicación. Afortunadamente con el tiempo se comprobó que Homero no era daltónico ni su pueblo sufría ningún tipo de atrofia visual. Eran capaces de ver los mismos colores que nosotros aunque los nombraran o relacionaran con cosas diferentes. Los nombres de un color muchas veces describían textura, temperatura o luz. Lejos de ser concebido como una mera superficie, el color evocaba sensaciones, se relacionaba con una cierta espiritualidad.
Otras civilizaciones de la época también presenciaron amaneceres verdes, caballos con crines violáceas como arcoíris o manzanas, lagos color plata y demás aberraciones cromáticas que envidio profundamente. La escasez de nombres era común entre ellas, así como la lógica con la que surgían. Así lo determina el filosofo alemán Lazarus Geiger, inspirado en la obra de Gladstone. Los mismos tonos se repiten en casi todas las culturas prácticamente en el mismo orden de aparición: Primero el blanco y el negro (la luz y la oscuridad), después el rojo (la sangre y los tintes más sencillos de producir) y finalmente el amarillo y el verde (los colores de la vegetación). Pensar en azul era un lujo. El azul del cielo, el agua y la creación era concebido así únicamente por los Egipcios, que tenían un gran dominio del color y la química, lo que los llevó a crear un pigmento azul considerado como el primer tinte sintético en la historia.
Cuando un color no tiene nombre no existe. La designación de un color y la percepción que tenemos de él no están necesariamente ligadas, pero el tener nombres nos ayuda a definir un espectro. También nos restringe y nos somete a un orden impuesto, a una convención. La observación sensible, la poesía, los estado alterados de conciencia, y las comparaciones de Homero, quizás podrán salvarnos de este yugo. Liberarnos cada cierto tiempo de normas que uniforman nuestra percepción, que mutilan la imaginación de niños que pintan nubes azules sobre cielos blanco bond, invirtiendo tímidamente el orden para ahorrar pintura y tiempo.
El mundo esta regido por grandes abstracciones, comprendemos el espacio en tres dimensiones gracias a Euclides. Una vez que aprendemos a ver el espacio como una composición de planos bidimensionales generados por una sucesión infinita de líneas creadas por puntos sin dimensión alguna, no hay marcha atrás. Será muy difícil relacionarse con el espacio de manera intuitiva otra vez. La geometría Euclidiana nos ayuda a entender algo que no existe, negando a su vez otras realidades perceptuales. A veces las convenciones funcionan como normas sociales, nos ayudan a interactuar como individuos en sociedad, pero nos impiden usar zapatos blancos en otoño, correr con tijeras, disfrazarnos de algún animal para ir al cine en lunes, o comer un mango con las manos.
El espectro cromático ha crecido a la par de los nombres. En el siglo XX aprendimos las inconfundibles tonalidades chillantes de Kodachrome, la famosa película para diapositivas creada por Kodak en los años 30; en los 60 se inventó el Pantone, el principal sistema de identificación de color que año tras año pretende imponernos un nuevo color de moda con un nombre absurdo. Hace cuatro años conocimos el negro absoluto, el Vantablack, capaz de absorber hasta el 99.9% de la luz haciendo que todo objeto pintado con este pigmento nos parezca un obscuro hueco en el espacio; y nunca se habían visto tantos rosas como en esta década, ni tantos nombres de ayer y hoy peleando por ser el tono definitivo (rosa palo, rosa cuarzo, rosa millenial, rosa pastel, rosa salmón, rosa COS…). El azul hace mucho que es el color favorito entre las mayorías y la cantidad de tonalidades es abrumante. El índigo se produce de manera artificial en cantidades industriales y es uno de los peores contaminantes para el agua.
Cuando entré a la universidad, dos estudiantes, amigos desde la infancia, llegaban a clase en coches idénticos. Mustang GT de un azul/verde metálico nunca antes visto. La línea de 1998 es de las más desafortunadas en la historia de Mustang, y llegaba a lo obsceno cuando se estacionaban uno junto a otro, frente a la fachada de la facultad de arquitectura de la universidad pública. Pasábamos horas discutiendo, alumnos y maestros, el color de esos coches. Se interrumpían clases y se entorpecían las visitas a casas famosas por un fenómeno que solo he visto repetirse en la famosa fotografía del vestido a rayas en internet que no se sabía si era azul y negro, o blanco y dorado. Los dueños de los coches también estaban indecisos y el nombre del color designado por Ford era ambiguo. Para mi siempre fue azul. Del vestido se supo finalmente que era azul y negro según una carta pública de los fabricantes acompañada de una foto de la prenda con fondo blanco. La foto original estaba mal tomada, a contra luz y con muchos elementos que dificultaban una apreciación correcta, los combinación de colores podía variar por el tipo de pantalla con la que se viera o por la inclinación e incidencia de luz en la misma, además de depender de la cantidad de células cono en la retina del espectador. Esas semanas se aprendía mucho de óptica y de la interacción del color en las redes sociales. Desató también una serie de debates acerca de la relatividad lingüística y perceptual. ¿Vemos todos el color rojo de la misma manera?, ¿es mi azul igual al tuyo?.
Uno de los amigos se cambio a otra universidad en el segundo semestre, el otro amigo se quedo, pero remplazó su Mustang por el BMW grafito de su padre. ¿O era gris metálico?
La relación de Ana Montiel con el color oscila entre la absoluta erudición y el primitivismo, entre lo complejo y lo simple. Es una relación infantil y educada, con preceptos de hombre de ciencias, de bruja y de nada, de ocurrencias. Ana conoce a la perfección los principios de la síntesis sustractiva y aditiva del color, recita de memoria los tonos de moda en el mundo y su cambiante selección de favoritos personales, viste en diferentes gamas de negro, crea sus propios pigmentos utilizando técnicas ancestrales, moliendo tiza o recurriendo a nuevos materiales, un amarillo ligeramente diferente al que esperaba le puede arruinar el día, conoce la combinación ideal para imprimir un negro profundo en CMYK, y muy probablemente calibra ella misma la pantalla de su ordenador. Jamás le discutiría si una fotografía fue tomada en Kodachrome, Fujichrome o Ektachrome, y mucho menos sobre la vaguedad del color de un coche. La biotecnología es una de las ultimas obsesiones de la artista, esta a la espera de una gotas de clorofila que permiten visión nocturna temporal y de lo que sea necesario para convertirse en una humano tetracrómata, con cuatro tipos diferentes de célula cono en la retina haciéndola capaz de distinguir, entre otras cosas, hasta 10 tonos en el arcoíris.
Su percepción del espectro cromático también se aleja de nombres y convenciones. Ana no percibe el color como una superficie solida, sus diferentes capas las relaciona sin prejuicio a sensaciones o momentos, a emociones o a objetos sin nombre. Las capas de color recorren sus lienzos como ruido blanco, desde las profundidades emergen para volver a desaparecer generando diferentes narrativas para cada espectador. Uno puede pasar horas de pie frente a uno de sus Fields esperando a que pase de nuevo la nube de color que hace unos minutos causo furor, de la misma manera que se espera en un gran acuario a que pase otra vez la morsa madre junto a sus crías y te saluden.
La intuición de Ana respecto al uso del color se nutre de los escritos de Josef Albers, de la psicología, de la ciencia y sus avances, de los ensayos de Derek Jarman, de lecturas esotéricas, de lo que escucha en la calle, de su obsesión por la sinestesia, de los estados alterados de conciencia, y de la aurora y la dura luz de mediodía en su casa de Tepoztlán. El mar y las ovejas son obscuras como el vino si ella así lo desea. Y los atardeceres blanco roto.
Enrique Giner de los Ríos